lunes, 28 de diciembre de 2009

La Filosofía en una época de terror


Giovanna Borradori (ED.). Taurus, 2003. 270 pp.

En la entrevista que en La filosofía en una época de terror Giovanna Borradori mantiene con Jörgen Habermas, el filósofo alemán destaca cómo actos de terrorismo como el del 11 de septiembre (o del 11 de marzo) tienen un único efecto posible, casi letal y diabólico: “instaurar en la población y en los gobiernos un sentimiento de shock y de inquietud. Desde un punto de vista técnico, la gran sensibilidad de nuestras sociedades complejas a la destructividad ofrece ocasiones ideales para una ruptura puntual de las actividades habituales, capaz de generar daños considerables con poco esfuerzo”. Porque “el terrorismo global lleva al extremo dos aspectos: la ausencia de objetivos realistas y la capacidad de aprovecharse de la vulnerabilidad de los sistemas complejos”.
Claro que el francés Jacques Derrida no es más optimista. Antes bien, afirma que “comparando con las posibilidades de destrucción y de desorden caótico que están en reserva para el futuro, en las redes informáticas mundiales el 11 de septiembre aun pertenece al arcaico teatro de la violencia destinada a impactar la imaginación. En el futuro se podrán hacer cosas mucho peores, de manera invisible, en silencio, mucho mas rápido, de manera menos sangrienta, atacando las redes informáticas de las que depende toda la vida (social, económica, militar, etc) de la mayor potencia mundial”.
Y, tras recordar cómo la historia la escriben los vencedores y que los tiranos de ayer pueden ser los héroes del futuro, plantea una cuestión clave: “¿A partir de que momento un terrorismo deja de ser denunciado como tal para ser saludado como el único medio de un combatiente legitimo? ¿O inversamente? ¿Por donde debe pasar el limite entre lo nacional y lo internacional; la policía y el ejercito: la intervención para el ‘mantenimiento de la paz” y la guerra; el terrorismo y la guerra”. Se trata, pues, de cuestionar los fundamentos mismos del orden internacional, sin justificar, claro está, el terror en ningún momento. JACOBO MUÑOZ, en El Cultural



El conflicto iraquí y el inicio de las hostilidades en marzo de 2003 desató como es bien sabido un debate en torno al papel que le corresponde a Europa como actor internacional; concretamente acerca de la voz hacia la que debería o no tender en lo sucesivo en lo tocante a su política exterior. La cuestión de la identidad europea, más allá del patente fracaso que entonces manifestó, no dejó de concitar una división de opiniones que enfrentaba de un lado a quienes defendían, junto con el prerrequisito de la unidad europea, la necesidad de una voz común en materia de defensa, contra aquellos que abogaban por el mantenimiento de la soberanía nacional –reservando para cada país la titularidad de sus competencias básicas, y conteniendo así en parte la erosión de la realidad y concepto del Estado–. Reproducir las líneas del debate, sus puntos esenciales, así como las contradicciones internas que abrigan en su seno (¿cómo es posible que Francia se alce como cabeza de la UE siendo el país más soberanista de cuantos la integran?, ¿hasta qué punto la defensa de la pervivencia, operatividad y actualidad del Estado nación se refleja en países cuya política, más que preocuparse por las dependencias económicas que van reforzándose en relación a las empresas multinacionales, parece limitarse a la estricta y al cabo mínima articulación de su Estado como Estado gendarme?), merecería un texto y unas ambiciones que desbordarían con creces nuestro objetivo.
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